El pájaro de cristal

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Texto: Salvador Maldonado Reyes. Ilustraciones: Valeria Magaña López

Este relato no inicia como la mayoría, en un país lejano, es más, empieza aquí mismo en la comunidad que yo viví en los inicios de mi vida; que era un lugar paradisíaco donde tarde a tarde nos reuníamos la palomilla conformada por cuatro pilluelos que nos conocíamos por apodos: el guajola, juan perras, el frisky y yo, apodado jitomate.

La pandilla formada por el guajola, juan perras, el frisky y el jitomate.

Día a día al regresar de la escuela, después de hacer algunas labores en casa y la tarea, nos armábamos de nuestras resorteras y salíamos a darle caza a todo animal que se nos pusiera enfrente; lagartijas, pájaros, ardillas, ratones y conejos. Siempre paseábamos por un lugar hermoso que estaba lleno de árboles de aguacate, plantas de plátano y cafetos; que por cierto, cuando lográbamos encontrar algún racimo de plátano caído lo cortábamos y después dividíamos las manos de plátanos como vulgarmente las conocíamos (cada sección del racimo agrupa de cinco a diez plátanos y entre diez y doce manos de los mismos), hecha ya la separación, hacíamos un hoyo en el suelo y lo llenábamos de hojarasca seca para quemarla, ya cuando quedaban las cenizas, sobre ellas acomodábamos las manos de plátanos que cubríamos con más hojas secas y finalizábamos poniendo tierra encima; entre ocho y quince días después volvíamos a nuestra tatema, ya para ese entonces los plátanos estaban maduros y podíamos darnos un festín, algunas veces encontrábamos tatemas de otros vecinos y era común que nos apropiáramos de ellas o había ocasiones en que corríamos con la mala suerte de encontrar nuestra tatema profanada y sin ningún fruto.

Continuando con mi cuento, nos aliábamos pues a buscar algún animal para dar cuenta de él, el paisaje verde lleno de árboles ofrecía cobijo a muchas especies pequeñas y nuestras mortíferas armas entraban en acción en cuanto localizábamos algún bicho o ave, lograr matar uno de ellos lo convertía en un trofeo fugaz, el cual olvidábamos en cuanto aparecía un nuevo animal. Así transcurría nuestros días de travesuras.

Más alejado de nuestro barrio iniciaba un área de terreno malpaís, es decir, un terreno invadido por material volcánico (lava), en donde se asentaban muchas especies de plantas, así como de animales (roedores y aves canoras) que llenaban el ambiente de una bellísima sinfonía que tenía como escenario encinos multicolores, una especie de siempreviva de follaje suculento, pinos de acículas largas y otros muy pequeños conocidos como pino chino, también se podían observar muchas plantas herbáceas y arbustos que lograron establecerse en la lava; como los musgos y las algas que poco a poco irían formando un mejor suelo, las retamas, que eran una flor de un hermosísimo color amarillo, y las charahuescas (plantas que solo crecían en época de lluvias y que tenía unos frutos comestibles).

Por las tardes los rayos del sol se filtraban entre las ramas de los árboles dando un aspecto indescriptiblemente hermoso al lugar, para después dar paso a la llegada de la noche, con esto se daba fin a la sinfonía diurna para dar comienzo a la nocturna, la cual siempre nos hacía apresurar el paso para llegar a nuestros hogares. El canto de los tecolotes y el aullido de los coyotes, capúas de lúgubre tonada nos llenaban de miedo alejándonos del lugar hacía el cobijo de nuestras casas. No faltaban los cuentos de brujas y fantasmas que naturalmente despertaban y acicateaban nuestro miedo, al fin, cansados de nuestras tropelías infantiles caíamos rendidos al sueño reparador.

Así transcurría nuestra vida cotidiana, algunas de las presas llegaban a nuestros estómagos gracias a que nuestras madres nos las cocinaban, conejos, primaveras, conguitas, ardillas o bien algún tlacuache o armadillo que caían en las trampas rústicas que preparábamos, estos animales formaron parte de la alimentación de nuestro entorno rural, no olvidemos mencionar a la víbora de cascabel; a cuya carne se le atribuían propiedades curativas, y ya preparado era un platillo delicioso, sin embargo la mayoría de nuestros trofeos eran tirados a la basura resultando inútil su sacrificio. En algunas ocasiones llegamos a sentir cierto sentimiento de culpa que pronto olvidábamos.

En una de nuestras tardes nos encontrábamos en un espeso bosquecillo y uno de mis amigos lanzó un proyectil a una lagartija, y habiendo dado en el blanco festejamos el hecho con estridentes carcajadas, buscamos la presa pero no la encontramos, de pronto empezó a soplar un fuerte viento muy frío y se hizo un silencio atemorizante, nos echamos a correr asustados y desconcertados por algo que no sabíamos que era, así llegamos a nuestras casas. Al día siguiente después de la escuela, nos reunimos y comentamos el asunto con otros amigos; nadie nos pudo dar una explicación de ese viento frío y atemorizador y de ese absoluto silencio sepulcral, ese día optamos por no salir debido al miedo que nos había provocado aquella situación; al día siguiente amaneció con la habitual sinfonía de los gallos y de muchos pájaros que festejaban el nuevo amanecer con sus bellos cánticos.

Paisaje de los bosques cercanos a Uruapan, Michoacán.

Con el nuevo día llegaron nuevas ínfulas de valor y deseos de ir hacia una nueva aventura, los gatos tenían que esconderse de la pandilla, pues estos eran el tiro al blanco favorito de nuestras rudimentarias pero letales armas; al llegar la tarde después de cumplir con tareas domésticas y escolares disponíamos de un rato de ocio para nuestras andanzas, de manera que acudimos al bosquecillo picados por la curiosidad que sentíamos aún sobre aquella extraña sensación, accionamos nuestras resorteras un par de veces, no logrando esta vez hacer daño a ningún animal; pronto empezó a obscurecer, por lo que decidimos acercarnos a nuestros hogares y por unos días no volvimos a juntarnos para ir en búsqueda de aventuras.

¡Estirando las resorteras!

Dejando de lado por completo el incidente de aquella tarde, de aquel extraño silencio y del aire soplando fuertemente, uno de los tres pilluelos fue a buscarnos para salir el siguiente sábado a recolectar frutas silvestres y para cazar alguna presa, en la ruta que seguimos ese sábado había una casa en la que vivía un perico que se columpiaba continuamente en una rueda, cabe mencionar que era un perico muy majadero y es que cada vez que nos veía pasar nos recordaba a nuestras queridas madrecitas, incluso aprendió de memoria el apodo de guajola que cuando pasaba chiflando le decía una sarta de insultos. Esa ocasión el perico estaba solo, así que guajola aprovechó y apuntó al perico con su carabina de taco y tuvo tan buen tino que dio muerte al instante a este.

Seguimos adelante festinando la acción de guajola, en algunas ocasiones llegué a llamarles la atención por los excesos, pero esto solo llegaba a aumentar las carcajadas y burlas a mis recriminaciones. No tardamos en adentrarnos en un bosquecillo lleno de frescura; aún cuando se estaba en una zona de transición a la tierra caliente, dentro de este bosque abundaban los changungos, que consistía en un arbusto de mediana talla, cuyo fruto de color amarillo y exótico sabor agridulce hacia nuestras delicias, en este lugar abundaban los pájaros de múltiples colores con hermosos cantos, nuestras resorteras y la carabina de taco cobraron algunas piezas que fueron recogidas bajo el argumento de que “ave que vuela… a la cazuela”, así se llegó la tarde mientras escuchábamos las hermosísimas melodías de aves como el tzentzontle, jilgueros, gorriones, canarios y otras aves más. Ese día al anochecer hicimos una fogata porque decidimos pasar la noche ahí, cuando nos dispusimos a pernoctar todo se puso en silencio y de nueva cuenta un viento frío empezó a circular acompañado de una niebla espesa y helada; a través de la niebla salió un resplandor y un canto lastimero y fantástico. Esto nos inquietó tanto que fue imposible conciliar el sueño, por lo que en cuanto amaneció pusimos pies en polvorosa y regresamos de nueva cuenta a nuestras casas para dejar olvidado el asunto.

En el transcurso de mi vida me he dado cuenta de que para esa etapa de la niñez, llevábamos en nuestro interior el instinto de matar cuanto insecto, roedor o ave se cruzara en nuestro camino, sin que esto fuera una regla para todos, aun cuando la presa no sirviera para comer como el caso de las lagartijas y ratones.

¡Presas de nuestros juegos!

Como olvidamos el asunto volvimos a las andadas, esta vez envalentonados unos con otros y nos trasladamos rápidamente a donde sabíamos que encontraríamos una codorniz, alguna primavera o ardilla, ya habíamos dado cuenta de algunos pájaros en ese rato; cuando de pronto otra vez llegó un silencio, las aves dejaron de cantar y en lo más alto de un pino apareció una hermosísima ave de color azul intenso con algunas plumas amarillas en su cola, jamás habíamos visto una ave tan majestuosa que se esforzaba alargando el pico para emitir un fuerte, lastimero y bien timbrado canto, instintivamente juan perras echó mano a su resortera con la intención de dispararle al ave que claramente parecía más grande de lo normal, súbitamente el azul intenso desapareció y el pájaro se tornó transparente y cristalino y quedaron al descubierto sus venas y arterias; por donde se veía circular la sangre, también se veía latir su corazón y sus pulmones subían y bajaban al compás del fuerte, profundo y aterciopelado canto, todos sus órganos trabajaban rítmica y ordenadamente, nos quedamos petrificados y admirados por este hecho; la resortera de mi amigo que había quedado tensa se soltó y dio en el ave que se deshizo en mil pedazos y ceso el canto, de inmediato echamos a correr de manera instintiva. Al día siguiente nos reunimos para comentar el episodio y regresamos al lugar donde cayeron los fragmentos, encontramos a la ave tirada pero viva, de pronto la tomé en mis manos y la acerqué a mi boca para darle calor insuflándole mi aliento que la reanimó, batió sus alas, alzó el vuelo y se alejó; todos nos miramos incrédulos entre sí, y comprendiendo, entendiendo en ese punto el milagro de la vida. Al final los cuatro pilluelos nos comprometimos a no atentar jamás de manera irracional contra la vida y a protegerla en todas sus formas posibles.

Uruapan, Mich; a 17 de Mayo de 2019.

¡El pájaro azul!

Este cuento fue escrito por el ingeniero michoacano Salvador Maldonado Reyes, e ilustrado por Valeria Magaña López. Todos los créditos correspondientes a ellos. Agradecemos su participación dentro de nuestra revista, siempre abierta a ser una plataforma para mostrar el talento de Michoacán y su gente.

Salvador Maldonado
Valeria Magaña

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